domingo, 3 de noviembre de 2013

LA VIDA ES UNA CÁRCEL CON LAS PUERTAS ABIERTAS


Las ideas de Nietzsche son su ejercicio de la libertad. El individuo y la tribu, frente a frente.
“Toda convicción es una cárcel”. Esta frase de Nietzsche no debe leerse como el mandato de no tener convicciones, sino como una advertencia para no convertir nuestras certezas en algo inmutable, compacto y definitivo, como si cada certitud no hubiera sido precedida por otra y no fuera a ser sucedida por muchas más.
Toda convicción es una cárcel en tanto no la veamos como provisoria y adecuada al momento histórico al que corresponde. Lo cual tampoco supone asumir un relativismo irresponsable como el que abrazan quienes interpretan carnavalescamente aquella otra afirmación de Nietzsche según la cual “no hay hechos, sólo interpretaciones”, dando por sentado que quiso decir que podemos afirmar lo que nos dé la gana sobre un hecho concreto. Por el contrario, ambas frases son voces de alerta contra el dogmatismo y a la vez exhortaciones a la apertura analítica desprejuiciada, aunque remitida a la veracidad factual. No se trata del idealismo que le adjudica a los contenidos mentales una primacía sobre el movimiento de lo concreto, ni mucho menos una celebración de las ideas erráticas y livianas del pensamiento enlatado.
Las ideas de Nietzsche son su ejercicio de la libertad. Por eso dice: “El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo”. La libertad es eso: ser uno mismo y no el eco de otro u otros. Ser libre no radica en poder escoger entre dos o tres marcas del mismo producto en el supermercado, como supone el chato pensamiento consumista, sino en darse cuenta de que ese simulacro de libertad se agota en la más baja de las condiciones humanas: la condición de consumidor disciplinado, compulsivo y, por eso mismo, vacío del atributo humano de la libertad.
El precio que se paga por ser uno mismo en una sociedad en la que todos quieren parecerse entre sí (consumiendo lo mismo) para no sentirse discriminados, es alto, pero no lo es demasiado si se lo compara con la claridad de conciencia y de conocimiento radical que supone semejante ventaja. Ser libre es ser crítico y radical. Es decir, responsable de ejercer el propio criterio y de ir a la raíz causal de los problemas, sin las muletas de una escuela, de un grupo, capilla, secta, iglesia, cámara o club. Ser libre implica ser independiente. Y el ser independiente está restringido a unos pocos y no es extensible a las masas, ya sean estas populares o elitistas.
Porque la conducta masificada no es libre ni independiente. ¿Cómo puede pretender ser independiente un individuo que se considera libre porque tiene un reloj con brillantes, un auto blindado, una pluma y unos anteojos de oro, si esto no pasa de ser una conducta tan masificada como la de quienes gritan consignas que no comprenden?
“Ser independiente”, dice Nietzsche, “es cosa de una pequeña minoría, es el privilegio de los fuertes”. No de los ricos ni de los pobres, sino de los fuertes. Y estos pueden ser pobres o ricos. Su fortaleza surge de la capacidad de ejercer el criterio y la radicalidad. Es decir, la libertad. Son fuertes, libres e independientes. Por eso no se doblegan. Saben que reducir la libertad a la ausencia de controles estatales sobre la economía es vulgarizarla y masificarla. Saben que no se puede ser libre sin ser fuerte aunque se tenga acceso al capital sólo porque los demás no lo tienen. Y que convicciones como las contradichas son las que conforman la cárcel de la libertad.